¡Camarera!

¡Camarera!

 

  • ¡Camarera!

Si esta llamada hubiera sido emitida tres o cuatro tonos por debajo, Lucía la hubiera escuchado igual de bien, pero el desesperado cliente necesitaba otra cerveza y las decenas previas ingeridas con sus amigos solo habían agudizado su sed. Sin embargo, Lucía entendía que este era un gaje del oficio y que, si quería que el bar de su madre saliese adelante, lo que había que hacer era sonreír ante las impertinencias o, al menos, no estallar. En verano, la terraza era la principal fuente de ingresos, y ella la sacaría adelante como siempre.

  • ¿Qué será esta vez? ¿Un agüita con gas, quizás?
  • Jajá, claro que sí, aunque en vez de agua, cerveza. ¡Pero deja el gas!

Y la mesa estalló en carcajadas ante semejante muestra de ingenio. Lucía recogió los tercios vacíos y caminó hacia el bar. Lo que ellos no sabían es que podía ver cómo la miraban alejarse, a través del reflejo en las ventanas del local. Tampoco era necesario comprobarlo –y, de hecho, no lo hacía–, pues el silencio en que quedaban los reunidos, mezclado habitualmente con algún resoplido o gruñido mal disimulado, era prueba suficiente de que algo más importante que la interrumpida conversación los estaba distrayendo.

“Venga, ya queda poco. Dos horas más y me marcho”, pensó con resignación.

Era jueves y eso significaba que los universitarios saldrían. Ella no estudiaba una carrera, a pesar de que la mayoría de sus amigas estaban en segundo curso, pero siempre que podía participaba en los planes de la universidad, como las fiestas de facultad o el Intercampus. Lucía nunca fue una buena estudiante, y las horas invertidas apoyando a su madre en el bar tampoco le dejaban mucho tiempo. Tras concluir su segundo intento en primero de bachillerato con varios suspensos, la decisión de entrar a jornada completa en el negocio estaba tomada.

Así pues, la promesa de un rato de diversión consiguió que el cansancio de la jornada se desvaneciera completamente. Finalmente, en torno a las dos de la mañana y tras aplicar las indirectas de apilamiento de sillas y barrida de suelo indicadoras de que es momento de cerrar, los últimos clientes abandonaron la terraza con parsimonia. Lucía concluyó sus obligaciones con celeridad y se despidió de su madre. Según había leído en el grupo de WhatsApp, sus amigas se encontraban en la entrada a La Calle, debatiendo qué garito sería el mejor para tomar la primera. Con paso acelerado, Lucía llegó a la zona de fiesta para descubrir que ya habían elegido un pub y que le tocaría descubrir cuál sola, pues confiar a que contestaran los mensajes ahora era esperar demasiado. No es que tuviera miedo a caminar sin compañía, pero la gente que allí se encontraba había bebido y algunos seguramente buscarían burlarse de cualquiera que se viera despistado.

Por suerte, cuando apenas había avanzado hasta la mitad de La Calle, unas caras conocidas emergieron de un pub. Paula, María y Mónica, sus amigas desde el colegio, iban acompañadas por un gran grupo de chicas y chicos. Al instante, captó la atención de Lucía que todos iban muy arreglados. Las mujeres llevaban vestido y tacones, y los hombres, camisa y zapatos. Esto la hizo sentirse insegura, pues ella vestía los vaqueros con los que había trabajado aquel día –por favor, que no tenga ninguna mancha–, una camiseta y unas Converse. Pero ya era tarde para hacer nada, y menos aún cuando María la vio y gritó:

  • ¡¡Lucía!! ¡Qué sorpresa! Ya no esperaba verte hoy… ¡Mirad, chicas! ¡Ha venido Lucía!

Todo el grupo se giró hacia ella, pero las únicas caras que no eran indiferentes fueron las de Paula y Mónica. Acudieron a saludarla entusiasmadas, preguntándole por su día a la vez que le contaban las novedades de la noche.

Tras unos minutos charlando, llegó el momento de las presentaciones con el resto del grupo. Todos fueron muy amables, haciendo que Lucía se sintiera acogida al instante. Caminaron hacia el piso de Mónica, cuyos padres estaban de vacaciones, para continuar la fiesta. Una vez allí, cuando cada uno tenía un asiento y una bebida servida, la conversación se precipitó como un torrente:

  • Como te decía, el profesor de Sistemas es un coco. Tiene publicado…
  • …fuerzas tangenciales son las que más dañan la…
  • …y, por lo visto, lo han expulsado porque lo pillaron…

Y mientras estas conversaciones ocurrían, Lucía hacía genuinos esfuerzos por mantenerse atenta, y trataba de participar en los momentos que lo permitían. Sus tres amigas también hacían por involucrarla en las conversaciones, mirándola mientras hablaban o haciéndole preguntas. Pero cada vez que esto sucedía, apenas pronunciada una frase, de nuevo se veía relegada a un segundo plano al no saber qué más aportar. Así fue transcurriendo la noche hasta que, aprovechando que Paula se iba, Lucía también se escaqueó.

Mediada la mañana del día siguiente y con el agridulce recuerdo de la velada anterior aleteando todavía en su cabeza, Lucía observó cómo unos jóvenes, clientes habituales con los que había entablado relación, acudieron a tomar algo antes de comer. Como no había mucho lío y Lucía tenía suficiente confianza, se sentó con ellos. Ahora sí podía participar en la conversación sin sentirse aturdida por complejas reflexiones ni desplazada por experiencias no vividas, puesto que conocía los nombres de todos y la historia de muchos.

Fueron llegando más y más personas, de manera que, cada vez que uno nuevo se presentaba, tenía que atenderle. Después, podía volver a sentarse en el sitio que ocupaba y retomar la conversación con cualquiera de ellos. Pero sucedió que, mientras estaba dentro del local sirviendo la bebida del recién llegado, otro colega acudió y ocupó el asiento en el que Lucía estaba sentada, con lo que, al volver, no tuvo donde sentarse. Fue doloroso comprobar cómo ninguno de los presentes hizo amago siquiera de ir a por otra silla o de hacerle hueco a la mesa. Nada. Ni un movimiento, ni una mirada en su dirección, salvo (eso sí) para pedir la cerveza del recién llegado.

Esta situación hizo que Lucía se diera cuenta de una realidad: no podía hacer amigos dentro del bar, ni tampoco podía mantener los de fuera, pues la vida seguía a un ritmo trepidante y ella estaba anclada en aquel local. Así pues, ¿qué podía hacer? Era imposible agotar el vigor de su juventud, el fuego que corría por sus venas, con un trabajo que la esclavizaba de diez de la mañana a dos de la madrugada. Sólo con otras personas de su edad podría compenetrarse, compartir confidencias, atreverse, experimentar y, en una palabra, crecer. Pero, ¿cómo entablar amistad con dichas personas? ¿Cómo mantener la que había generado durante su infancia? Estas dudas la acosaban y la inquietaban profundamente.

Al día siguiente, cuando acabó la jornada, su madre preguntó:

  • Hoy es sábado, ¿no vas a salir?
  • No, hoy no me apetece. Estoy cansada.

Una madre conoce bien a su hija, con lo que supo al instante cuál era el problema. Cogió a Lucía de los hombros y la giró para mirarla a los ojos:

  • Hija, sé que estás pasando por un momento complicado. Ojalá que no tuvieras que estar tantas horas en el bar; ojalá que pudiera darte el tiempo que necesitas para pasártelo bien. Pero las cosas son así, por el momento. Te necesito a mi lado. Lo que debes saber es que esto no va a ser así para siempre. En algún momento, no sé cuándo, no sé cómo, algo cambiará. Quizás conozcas a alguien en el propio bar o veas con otros ojos a una persona en la que hasta ahora no habías reparado. A lo mejor descubres una afición que te apasione y a la que dediques todos tus pensamientos y tu tiempo libre. ¿Quién sabe? Lo único que puedo decirte es: confía en mí. Todo llegará. Sabrás encontrar tu camino.

Lucía la creyó, y se dejó abrazar como cuando era pequeña. Cuando llegó a casa, por primera vez desde que acabara el instituto, no pensó en lo que le depararía el siguiente día, ni en sus amigas, ni en los jóvenes del bar. Por primera vez, Lucía se durmió pensando en que todo saldría bien y que, tarde o temprano, encontraría la forma de ser feliz.

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