Café-Bar El remate

Café-Bar El remate

Casi todos los días llega a la puerta del bar con las piernas muy cansadas. Saca un manojo de llaves brillante y busca con tedio la correcta. La verja se despereza con un chirrido que le da los buenos días. Ante la sala desierta tuerce el labio y se pone a la faena. Elena trabaja para sacar su negocio adelante, no lo tiene fácil porque las crisis arrecian; los precios suben, los márgenes se estrechan, como las paredes de su corazón frente a las incansables facturas. Los clientela asidua saluda con afecto a Elena en quien encuentran una sonrisa amable con la que conversar durante el desayuno o el descanso en el trabajo. A primera hora de la mañana beben café y engullen tostadas; los desayunos no dan mucha propina.

Antes de la hora de las cañas llega Ahmed con la sonrisa pegada en la cara, como siempre. Saluda a los parroquianos y se enfrasca en la cocina una camiseta negra que viste como uniforme. Monta la terraza y coge sitio delante de la barra, con la bandeja preparada para servir las cervezas que Elena tira. 

En una de las mesas se ha sentado un joven con gafas de sol. Mira el móvil y conversa con dos amigos mientras lee desinteresadamente los grupos que dejó pendientes de mirar la noche anterior. Monta la pierna derecha sobre la izquierda y mueve el pie que queda colgando en el aire con nerviosismo. Ahmed lo observa a través de la cristalera. Con un gesto pide una cerveza a Elena y se la saca al chico, quien después de saludarle le agrace el servicio no requerido, aunque sí deseado.

Cuando la cerveza ha bajado hasta la mitad del vaso ha aparecido una mujer de mediana edad, embutida en negro, con el pelo largo, fumando un delgado cigarrillo de liar. Con dos besos se saludan la recién llegada y el chico de las gafas oscuras, que se ha levantado para recibirla. Con una señal el chico llama la atención de Ahmed y escasos minutos después dos refrescantes cervezas aparecen encima de su mesa. Mientras beben, la mujer habla ávidamente, todo su cuerpo se mueve con la emoción de sus palabras y en la expresión de su cara se está marcando claramente un buen enfado. La cerveza del chico se agota más rápidamente, calla y escucha, toda su participación en la conversación consiste en asentir tímidamente, sin convencimiento. Ahmed está sirviendo mesas con alegría, pero entorna los ojos cuando observa los aspavientos de la mujer. Como le gusta hacer bien su trabajo se fija en sus bebidas y anota mentalmente una comanda para Elena.

La mujer prepara un nuevo cigarrillo cuando explica que la plataforma en defensa de la filosofía ha sido ninguneada por las diferentes administraciones, año tras año, y que ahora, con la nueva ley educativa que se va a poner en marcha el próximo curso, los alumnos van a quedarse huérfanos de pensamiento crítico. Lo que quieren, enfatiza, es que los chavales sean unos borregos. Porque si desaparece la filosofía desaparece el pensamiento crítico. Todo sigue el mismo plan, dice, cada vez los chavales estudian menos humanidades, leen menos y consumen más entretenimiento basura. La mujer repite estos eslóganes como si tuviera un megáfono en una manifestación, pero su interlocutor no parece hostil, recibe los golpes como un buen esparrin. Como está empezando a notar que habla demasiado, decide relajar el tono por un momento para chupar del cigarro algunas caladas. Se relaja y escurre por el asiento adoptando una posición menos agresiva para comentar que la plataforma en defensa de la filosofía necesita contar con sangre joven, que en definitiva es para lo que luchan, el futuro, el futuro de los jóvenes profesores de filosofía y aspirantes a profesores que van a quedarse sin trabajo, o al menos ver sus posibilidades de trabajar mermadas, aunque ella utiliza la palabra “amputadas”. Pero es incapaz de contener la crispación de la que ha hecho una bandera. Dice, mientras se reincorpora, que solo se incentivan los estudios prácticos, que la investigación humanística está denostadísima, y que así es imposible que los alumnos se decidan por estudiar filología, historia, arte, vamos, todo lo que aporta un sentido para vivir. Escusa que las ciencias son muy necesarias, desde luego, pero que debería haber espacio para todo en la escuela, y explica detenidamente cómo sin estudios plenamente teóricos no se puede esperar que los contenidos educativos se apliquen como por arte de magia. Termina afirmando que la educación competencial está muy bien, pero que sin ideas no se puede trasformar nada. 

El chico de las gafas de sol, sentado en su silla bebiendo cerveza ha estado escuchando toda la perorata con paciencia, limitándose a esbozar gestos y proferir monosílabos tan solo para anunciar a su interlocutora que seguía formando parte de la conversación. Pero, cuando unos hablan otros piensan, y el joven ha estado pensado todo este tiempo en el que la de negro no ha parado de repetir los mismos mensajes vacíos, tan desgastados de usarlos que ya ni siquiera parecen argumentos, solo consignas llanas, el joven ha pensado que probablemente ni la filosofía, ni tampoco la humanidades, van a desaparecer, porque ni la literatura, ni la historia ni tampoco el arte van a abandonar el mundo, ni dejar de estar presentes en él de una u otra manera. Y que en todo caso, ha estado dándole vueltas a la cabeza un buen rato, de donde van a desaparecer es de los planes educativos, pero esto no es necesariamente negativo pues en muchos aspectos la educación reglada sirve para alejar a los estudiantes de aquello que se les quiere trasmitir. Y si la filosofía o cualquier otra disciplina humanística deja de tener un espacio en los planes de educación, empezará a ocuparlo en otros ámbitos, en otras instituciones, dirigido y conservado por otros actores, y quién sabe si esto no sería mucho más edificante. El chico ha torcido el morro en varias ocasiones, quizá inconscientemente, quizá para mostrar su desacuerdo de una forma no muy explícita cuando la mujer ha anunciado recurrentemente el fin irrevocable de la filosofía, pues ha aprendido que las catástrofes, y los anuncios catastrofistas más aún, tienden a usarse con fines políticos y en definitiva no dejan de ser hipérboles publicitarias. El joven, que oculta sus ojos tras los cristales tintados de las gafas, y que de la misma forma ha ocultado sus ideas escondiéndolas con su silencio, ha preferido callarse también que no es la filosofía lo que está en peligro, sino los profesores de filosofía; no es el saber y el conocimiento de una disciplina tan antigua como la filosofía lo que se puede perder, sino tan solo unos cuantos empleos. 

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