Era yo muy joven cuando nací en Cuenca. Nacer en Cuenca es algo que muy poca gente puede decir. Tan solo unos cuantos privilegiados, más otros pocos desgraciados, que no nacieron en Cuenca y, seguramente en ninguna parte. Y ya fuera del vientre de mi madre, en mi primer paseo por la Hoz del Huécar, me dije: “Esto es otra cosa”. Y me llevaron, durante unos ocho kilómetros, por dicha hoz, hasta los Molinos de Papel. Curvas y curvas de alquitrán, enmarcando otros ocho kilómetros de huertas. Aquel campo ya olía diferente. Olía a espliego, hierba fresca, jaras, tomillo, moras de árbol, árboles sin moras y conejo escondido. Me gustó tanto aquella hoz, esa misma que hay ahora, que empecé a negarme a crecer. Y no es que ahora lo haya hecho mucho. No. Lo imprescindible para poder haber hecho la mili y para ir junto a una moza sin que se me cayera la cara de vergüenza.
Queridos amigos, no es fácil definir Cuenca. No es un lugar, ni un pueblo, ni una ciudad. Y como ya dije en una ocasión: “Un día el tiempo pasó por Cuenca, se paró a descansar y se quedó dormido”. A Cuenca no se la ama. Se la siente, nos mira, nos habla. Cuenca es madre y amiga. Aunque ya va siendo menos porque el calendario avanza y pisotea el futuro. Cuenca es altura de piedra y hiedra. Cuenca es lecho de tormenta. Cuenca es lecho de corderillo perdido, de trucha salvaje y de águila avizor. Cuenca ya estaba cuando nada había. Cuenca es estreno de almas viejas, donde los jóvenes de aquel entonces, triscaban en las laderas del Socorro o se quitaban la lujuria en las aguas del Júcar. Cuenca es espectral y lejana durante las nieves. Cuenca es sonrisa blanca cuando las flores. Cuenca es amarilla y tórrida en la estación de los pobres. Cuenca es dorada y poesía cuando las hojas de los árboles dejan su morada para sus hermanas.
Yo no puedo hablar de Cuenca sin que la garganta me oprima y los ojos naden. Nunca en Cuenca y nunca sin Cuenca. Y esta que siento en mí ahora, aquí, en este momento, es aquella Cuenca de mi niñez, esa infancia que parecía eterna, inacabable, juguete de para siempre. Paso meses y años sin ir a Cuenca. Me da miedo. Me da vergüenza… Tendría que presentarme a ella mirando al suelo y pedirle perdón. Aquella Cuenca que me enseñó a nadar en la piedra del Caballo, a besar en las fuentes de Martín Alhaja, o bajo el San Pablo, o en el recreo Peral. Aquella Cuenca que tenía sátiros y brujas. Aquella Cuenca de musgo y campanillas. Aquella Cuenca que parecía ser el único lugar del mundo. Aquella Cuenca…
José Luis Coll
Espacio de encuentro entre miradas donde repensar el futuro de nuestras tierras y territorios.
Un ecosistema innovador de encuentro y pensamiento para un tiempo que requiere propuestas y colaboración.