La historia de las mujeres en la música clásica es, sobre todo, una historia de exclusión. Una primera reflexión nos puede llevar al diccionario y, desde allí, a constatar que el vocablo “genio”, el más habitual para designar a los compositores que como Bach, Mozart, Beethoven o Wagner constituyen el centro de la inmensa mayoría de las historias de la música, margina a las mujeres. Porque nadie duda de que la genialidad es la cualidad imprescindible e inmanente a todo compositor que se precie, pero lo cierto es que se trata de un club privado solo para hombres. ¿O acaso existe el femenino de “genio”?
Pero en la música no solo la genialidad es masculina, también lo son la mayoría de los valores. Y como ejemplo podríamos mencionar la individualidad, la complejidad o la competitividad. Y sí, sin duda, la sensibilidad o la emoción, tan a menudo asociadas con lo femenino, también formarían parte de este elenco. Pero lo cierto es que ambas han estado siempre indisolublemente unidas a la capacidad de creación, a la fuerza o a la razón, todas ellas consideradas como virtudes exclusivamente masculinas. La mujer, demasiado emocional, demasiado poco racional, no ha sido considerada un ser independiente y completo, y mucho menos una artista, una “genia”.
A pesar de ello, la investigación al respecto –cada vez más abundante y rigurosa– demuestra que siempre ha habido mujeres que, contra viento y marea, han compuesto obras extraordinariamente valiosas a pesar de que casi nunca se les ha prestado la atención que merecen. Mujeres que son solo la punta de un iceberg en cuya base están las muchas otras que tuvieron que renunciar casi antes de haberlo podido intentar. Las biografías de todas ellas –historias plagadas de prejuicios, obligaciones, dificultades y rechazos– trasmiten una inmensa impotencia y explican sobradamente el por qué casi todas claudicaron y por qué tan solo una minoría consiguió no sucumbir en el intento.
Entre todos los obstáculos, el más notable es el matrimonio. Incluso en la actualidad, cuando la igualdad parece conseguida, suele implicar casi siempre para las mujeres la asunción de cargas muy superiores a las de los hombres. ¿Podemos imaginar lo que supondría en épocas anteriores? ¿Lo que sentirían aquellas jóvenes que habían consagrado tantas horas de sus vidas a la música al ver que no se les permitía avanzar más allá del amateurismo y que la música en ellas era solo un adorno para atraer a sus futuros esposos? La única misión de la mujer, ya lo decía Rousseau, revolucionario en casi todo pero reaccionario en esto, es agradar, en todo, al hombre.
No es extraño, por tanto, que sean muchos los casos de mujeres con carreras musicales truncadas por el matrimonio o incluso por alcanzar una edad casadera. Entre los más conocidos están el de Maria Anne Mozart, que fue forzada a abandonar la escena pública a los dieciocho años; el de Fanny Mendelssohn, que solo pudo publicar algunas de sus composiciones disimulando su autoría bajo el nombre de su hermano; o el de Alma Schindler que, siguiendo los deseos de su esposo, Gustav Mahler, casi veinte años mayor que ella, y que consideraba que solo tenía que haber un compositor en la familia –él–, firmó un contrato prematrimonial por el cual renunciaba a la composición.
¿Un segundo obstáculo? A las mujeres, casadas o no, se las ha mantenido tradicionalmente alejadas de la esfera pública, donde se consideraba inmoral que se presentaran solas. Incluso ya en el siglo XX, María de Pablos, primera mujer becada por la Real Academia de España en Roma, no pudo emprender sola su aventura italiana sino que tuvo que ser acompañada por su madre, quien puso especial empeño en que la joven no tuviera más contacto que el estrictamente necesario con el resto de becarios (todos hombres) y que, por supuesto, ni durmiera ni saliera sin ser acompañada por ella misma. La carrera de María de Pablos, como cuenta Pilar Serrano, autora de una monografía dedicada a la compositora, tampoco terminó bien. Pocos años después de su viaje a Roma fue ingresada en un hospital psiquiátrico donde permaneció hasta su fallecimiento.
Y, por no dejar dos sin tres –aunque en realidad sean muchos más–, un tercer problema con el que se encontraban, y todavía se encuentran, las mujeres, y que incide directa y negativamente en el desarrollo de su talento, es una tendencia más que acusada a la minusvaloración de los logros y méritos propios. Se podría afirmar que se trata de una cuestión subjetiva y que nada tiene que ver con el sexo, pero lo cierto es que la tendencia al autodesprecio, la asunción de roles secundarios, e incluso el negar la existencia de un trato diferente aun cuando las pruebas demuestren claramente lo contrario, son características comunes a las compositoras y, como tales, fueron identificadas por la musicóloga, pionera en los estudios de género, Elisabeth Wood. No cabe duda de que siglos de infantilización, de dependencia, de exclusión de lo público y, en muchas ocasiones, de maltrato en lo privado, han debido tener mucho que ver con ello.
Ejemplos no faltan. Desde Clara Wieck, quien se consideraba en todo inferior a su esposo, Robert Schumann, a pesar de ser una intérprete virtuosa, una compositora más que notable y el sustento económico y emocional de su extensa familia. Pasando por la inglesa Rebeca Clarke, única alumna mujer del prestigioso profesor Charles Villier Stanford, que no solo hizo suyos los prejuicios de este, autolimitándose a la composición de géneros “menores”; sino que decía ser “totalmente consciente” de no merecer ser su alumna. Y siguiendo por Rosa García Ascot, la única representante femenina del Grupo de los Ocho y también la única alumna directa de Manuel de Falla, pero que se refería a sí misma como “Rosita”, hablaba a menudo de su inseguridad, de sus miedos o de su “pereza”, y se mostraba constantemente deudora tanto de sus maestros como de su marido, adoptando con todos ellos una postura de clara devoción e inferioridad.
Con semejantes condicionantes, es normal que en una historia de la música centrada en los autores y en sus obras las mujeres sean siempre personajes secundarios. Pero no es cierto que esta sea la única forma de escribir la historia, cualquier historia. De hecho, cada vez son más quienes reivindican la necesidad de contemplar no solo lo individual, lo público o los logros, sino también lo social, lo privado o lo cotidiano; es decir, ámbitos tradicionalmente más relacionados con las mujeres pero sin cuya existencia la historia tradicional, la de los genios, se desmorona. Si cambiamos nuestra forma de mirar veremos que en la historia de la música las mujeres han desempeñado múltiples papeles. Ellas han sido, sin lugar a dudas, amadas, amantes y musas. Pero también han sido el apoyo material y espiritual de compositores a los que, por su propia condición de genios, se les ha perdonado su volubilidad, su irascibilidad, o su incompetencia en los asuntos cotidianos. Y desde luego, y por encima de todo, las mujeres han sido ávidas consumidoras de música, excelentes intérpretes, mecenas generosas y docentes extraordinarias.
Y en esta particular historia en la que, ya sí, las mujeres encuentran su espacio –un espacio no menos importante que el de los hombres, aunque mucho menos reconocido– aparecen una multitud de nuevos nombres. Desde las jóvenes aristócratas que fueron las dedicatarias de hasta un tercio de las sonatas para piano de Beethoven y que formaron parte imprescindible de esa red de contactos que el compositor estableció en la sociedad vienesa y gracias a la cual consiguió la fama. Pasando por el Londres de esa misma época donde la inmensa mayoría de quienes recibían clases de piano eran mujeres, siendo estas, por tanto, quienes aseguraban una parte nada desdeñable de los ingresos de músicos tan apreciados como Dussek. Hasta mujeres tan imprescindibles como Nadezhda von Meck, mecenas de Tchaikovsky; como Mathilde Wessendock, amante y mecenas de Wagner, pero también musa indiscutible de su Tristan e Isolda; o como Nadia Boulanger, profesora de piano y composición de muchos de los grandes compositores del siglo XX.
Es tiempo, por tanto, de revisar nuestra forma de contar la historia de la música para que no solo incluya a todas esas compositoras e intérpretes a las que hasta ahora se ha relegado, sino también para que dirija su vista hacia los lugares que tradicionalmente han ocupado las mujeres y que son igualmente imprescindibles a la hora de comprender el fenómeno musical. Finalmente, es tiempo también de revisar la forma en que se habla de las mujeres y no caer en la tentación de perpetuar el uso de adjetivos o expresiones que las sigan infantilizando y reduciendo a una categoría secundaria en la que nunca debieron estar. Es tiempo de ponernos las gafas moradas y teñir con ellas nuestra visión de la historia.
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