Ataraxia: Un sugestivo relato autoficcional por entregas escrito por la joven autora Carmen Huélamo.
Ataraxia
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Serán las tres de la madrugada. O las cuatro. No sé, pierdo el sentido del tiempo. Empiezo a creer que estoy delirando. Me escuecen las marcas de mis manos. Rozo mi muñeca derecha delicadamente, para asegurarme de que esta vez nada la retiene.
-Es que es raro, ¿sabes? – Digo, en un susurro, casi en silencio, sin un destino físico.- Debería saber controlarlo, ¿no? Todos aprenden. Por lo menos eso parece. ¿Hay horarios, alarmas, agendas? ¿Dónde se puede marcar el día que va a acabar?
Escucho la cerradura de mi puerta resbalar. Aparto la mirada del techo, cierro los ojos. Es imposible que mi madre se vaya ya a trabajar. ¿Pueden ser ya las siete de la mañana? En cualquier caso, creerá que estoy dormida y se irá.
-¿Está aquí? – No me espero esa voz. En un tono suave, que intenta disimular el temor. Me ha escuchado. Me incorporo bruscamente y distingo su pequeña silueta entre la poca luz de las farolas que se cuela por las rendijas de la persiana.
-¿Quién? – Quiero gritarle. Decirle que se vaya. Sin encender la luz, escondiéndome. ¿Por qué he contestado? Piensa las palabras. Se está acercando a mi cama. Levántate. Quiero levantarme. Antes de que se adentre más en esta atmósfera cargada, coger su brazo y dirigirlo fuera. No puedo levantarme.
-El monstruo invisible. Dime cómo se llama, por fa. – Se posiciona a los pies de mi cama. El temblor en sus palabras. Está confundido, tenso. Mis pupilas adaptadas a la oscuridad consiguen adentrarse en su mirada.
-No tiene nombre. – El oxígeno me pesa. Como si fuera la primera vez que veo la heterocromía de sus iris.
-Pero todos tienen nombre.
-Bu. – Pronuncio sutilmente. Revelando esa parte de mí totalmente oscura, que siempre me he empeñado en esconder. Sobre todo desde aquella noche.
Empiezo a sentir el picor en mi nariz, la humedad en mis ojos. Aquí estabas, querida lágrima, en la mirada preocupada de un espectador inocente.
Ataraxia
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Esperaba que preguntara. Una interrogación que muy probablemente no habría sabido responder. “¿Quién es Bu?”. Pero no llegó. Ni siquiera miró hacia arriba para juntar cada trocito de aquel contexto, como siempre solía hacer.
En su lugar, permaneció atento, expectante, con miedo. Rodeó la pequeña cama en pasos cortos. Como si se estuviera acercando a algo peludo, con dientes muy grandes y ojos muy abiertos. ¿Los monstruos se amansan? Me moví hacia el lado contrario, dejándole un pequeño espacio a mi lado en ese colchón.
Sentí dos manos diminutas agarrar mi muñeca derecha. Una ola de pánico unió mis recuerdos más profundos. Esperaba volver a sentirme prisionera, atacada, agarrada. Sin embargo, sus dedos se acoplaron formando una caricia. ¿Cómo se puede acariciar una cicatriz abierta? Aún seguía buscando por dónde empezar a dar explicaciones. Mi pulso se aceleraba cada que intentaba pronunciar el inicio de aquello.
-Esta noche me voy a quedar aquí. Y mañana voy a hacer tortitas para desayunar. Bueno, te voy a ayudar a hacerlas. Y se va a ir, ¿a que sí? Vamos a abrir las ventanas para que se lo lleve el viento. Y mientras me vas a contar las historias de la gente que pase. Pero que nunca acaben, para que nunca pueda volver.
Comprendí en ese mismo instante, que él ya había entendido todo hacía tiempo. Seguramente, en aquella primera conversación que le hablé de monstruos. Y que tan solo estaba mirando en la distancia, detrás de mi puerta, preguntándose el cómo arreglar todo aquello. Cómo arreglarme.
En la oscuridad, en el caos, en las lágrimas, en su silueta, en su abrazo, Bu se fue.