Ataraxia: Un sugestivo relato autoficcional por entregas escrito por la joven autora Carmen Huélamo.
Ataraxia
4
El sol está cayendo. Abro la puerta de mi pequeña terraza, dispuesta a sentir las leves ráfagas de viento sobre mis mejillas. Me reconforta su tacto, delicado y fresco. Necesito despejar mi cabeza, los pensamientos empiezan a acumularse en mi frente, y ya casi soy capaz de distinguir lo real de lo meramente ficticio. Dejo caer mi mirada hacia la calle, llena. Como hormigas, cada una con su pequeña labor, mínima pero esencial para mantener el frágil equilibro.
No me llama la atención verle. Todas las tardes está allí. Con sus gafas de sol, al lado de la puerta de la tienda de maquillaje. Y la cabeza reclinada hacia el suelo, esperando a alguien que echara un par de monedas en su cestillo. Me acuerdo que de pequeña sentía pena por él. Siempre pensaba, ¿qué podría hacer yo si no fuera capaz de ver? ¡Qué aburrimiento!
Hasta que un día, sumida en dicha sensación, me apoyé en esta barandilla, tal y como lo estoy ahora mismo, y cerré los ojos. Comprobé que el canto de los pájaros era más claro, que los sonidos de la gente pasaban de ser ruido a ser voces con sentido y que el olor de las flores era más intenso. Desde entonces comprendí la hipocresía de este don. Me gustaría, como él, no juzgar las cosas por el físico, por su apariencia, sino interiorizar en ellas tan solo por sus texturas o melodías.
Incluso hay veces que desearía haber nacido así. De esta forma, nunca tendría que recordar la manera en que la tenue luz invadía aquel lugar.
Alguna tarde bajaré, sí. Y cuando lo haga, me acercaré a él y le preguntaré en un susurro, como si fuera un secreto, si es verdad que lo esencial es invisible a los ojos.
Ataraxia
5
Algo tiró de mi camiseta mientras leía las hojas de mi carpeta.
-¿Qué quieres, pesado?- Dije molesta, al igual que cada vez que ando en época de exámenes.
-No es verdad- Continuó, apoyando encima de mis hojas un libro colorido con variados dibujos. Lo miré extrañada, sin saber exactamente a lo que se refería. –Lo he estado buscando y no he encontrado ningún monstruo de esos que tú decías. –Tardé algunos segundos en recordar la conversación que ya hacía más de tres días que habíamos mantenido, y era o reírme y tomarme la situación con paciencia o echarlo de la habitación a patadas y tener que estar aguantando pucheros.
– Ya hay que ser ignorante para buscar un monstruo invisible en los dibujos de tu libro. – Ni lo uno ni lo otro, una mezcla entre ambas opciones.
-Pero si los explican todos, mira, como este, el monstruo del Lago Ness. Si de verdad existiera lo pondría. – Replicó, con un tono de superioridad que me enervaba.
-¿Quién ha escrito ese libro?
-Pues no sé – Encogió sus hombros.
-Una persona seguro. Y al igual que ni tú ni yo podemos ver los monstruos invisibles, ellos tampoco. – Estaba consiguiendo traerlo a mi terreno.
-¿Y entonces cómo sabes que existen, si nunca has visto uno? – Ladeó la cabeza, poniéndome a prueba. Qué rápido aprende este crío.
-No se sabe, se siente. – Contesté, empezando a ignorar sus molestas y continuadas preguntas. Permaneció mirándome fijamente, sin estar totalmente convencido con mi respuesta. – Coge el libro y déjame estudiar ya. – Por suerte, entendió mi timbre molesto y prefirió no seguir hurgando en la llaga. Sus dos finas manos agarraron aquel ancho libro y decidido a salir por la puerta, aunque momentos antes, paró en seco. – Ya estamos – Susurré para mis adentros.
-¿Cómo lo sientes? – Mis esperanzas de que se fuera se esfumaron con aquella nueva pregunta.
-¿Si respondo te vas? – Me resigné.
-Sí
-Es como hundirte en una piscina. Buscando la superficie para volver a encontrar aire.
Ataraxia
6
Es curioso cómo las rutinas y aquello que tomamos por eterno llega a convertirse en recuerdos que enternecen nuestra mirada. La forma en que suspiramos levemente al mirar una foto, sintiendo una pequeña punzada en el pecho. Como si en algunos momentos quisiéramos bajar del mundo, cambiar de estación y comenzar el trayecto.
Ahora entiendo las fotos del fondo de los cajones. Amarillentas y dobladas, con sonrisas que en algún momento dejaron de sentirse. Cuando era pequeña me entretenía rebuscando en los armarios de la casa de mi abuela. Era una especie de búsqueda del tesoro. La primera vez que vi una, la saqué emocionada, ilusionada y orgullosa por haber encontrado algo que seguramente mi abuela habría perdido hace años y se estaba volviendo loca por encontrar. Aún recuerdo entrar a la cocina, mezclándome con el olor de la tarta de manzana y el trajín que conllevaba la hora de la comida. Recuerdo acercarme a ella, agarrando su delantal, con una sonrisa de oreja a oreja, mostrándole la imagen y esperando un beso de esos que dejan la marca del pintalabios. En cambio, recibí una mirada de desaprobación, un “deja eso donde estaba” y un “vete a ayudar a tu madre a poner la mesa”. Así, la segunda y tercera y muchas otras veces que encontré fotos viejas, me limité a observarlas en silencio. A intentar descifrar los rostros felices y el escenario de aquellas supuestas tragedias, enterradas tras montañas de ropa olvidada en los cajones inferiores de las cómodas.
También ahora entiendo que eso tan solo era una representación, un teatro. Las fotos se queman, se tiran, se desintegran. Los recuerdos no. Los recuerdos cada uno se los gestiona. Algunos se enmarcan, se les pone un cristal bien reluciente para que nada los manche ni los dañe y están ahí, en primera fila, tras nuestras retinas, esperando cualquier ocasión para salir a relucir, orgullosos de haber sido vividos en algún punto. Otros electrifican las yemas de nuestros dedos al intentar tocarlos, llenos de miedo y grietas, en los cajones propios, que intentamos llenar con el día a día.
A veces siento que sigo paseando por la casa de mi abuela. Y me vuelvo a ver pequeñita, inocente, feliz, ignorante. Abro los cajones, con paciencia. Escucho con total atención cómo chirrían al deslizarse. Siento las diferentes texturas bajo mis diminutas manos. Ágiles. Saben qué caminos recorrer. Pero ya nadie me llama escaleras abajo, ni mi hermano corre a chivarse de mis ocurrencias. Retiro mantas y sábanas viejas, sin arrugarlas, con delicadeza. Hasta que la madera oscura se hace presente, a la vez que ellas. Ahora puedo cogerlas, ponerlas bajo la extravagante lamparita de la mesita de noche, y rozar los bordes con mis dedos. Mientras mis ojos leen unas líneas invisibles, mientras me paralizo y me hundo en mis recuerdos desgastados.