En 1776 John Hawkins y Charles Burney comenzaban la publicación de lo que serían las primeras historias de la música modernamente concebidas, abriendo así el camino a las muchas obras de este tipo que han visto la luz hasta la actualidad. Tristemente, aunque de manera poco o nada sorprendente, tanto los autores como los protagonistas de todas ellas han sido casi exclusivamente hombres. Incluso la muy conocida y difundida Historia de la música occidental de Grout, Palisca y Burkholder no incluyó a ninguna mujer compositora hasta su quinta edición, en 1996, más de doscientos años después.
Es una prueba más de cómo la historia, esa historia masculina y masculinizada, no ha tratado bien a sus compositoras. pero lo cierto es que tampoco se puede decir que haya sido precisamente generosa con el resto de sus figuras femeninas, a las que muy a menudo ha criticado, ridiculizado o, directamente, insultado. En la monografía que Jan y Brigitte Massin hicieron sobre Beethoven, se arremete contra Giulietta Guicciardi, quien fuera alumna y dedicataria de la Sonata “Claro de Luna”, calificándola de “estúpida, frívola, mundana y egoísta” y se afirma de ella que se habría comportado como una “prostituta” con Beethoven (y no olvidemos que se trataba de una joven de diecisiete años a quien Beethoven casi doblaba la edad). Y Alma Mahler, mujer de Gustav Mahler, ha pasado a la historia como una auténtica femme fatal. Pero dentro de este elenco de “actrices secundarias”, es posible que el premio a la peor tratada por la historia de la música –con permiso, eso sí, de la mujer de Haydn–, corresponda a Constanze Mozart. Como recordaba el musicólogo Robbins Landon, de la mujer de Mozart se ha dicho que era un juguete sexual; se ha afirmado que era superficial, tonta, incapaz de comprender a su esposo; se la ha tachado de mala administradora e incluso se la ha culpado de empujar al músico a llevar una vida frívola y disoluta.
Y podríamos pensar que la discriminación de la mujer en la música es cosa del pasado y que en la actualidad, puesto que la igualdad formal se ha conseguido, es decir, puesto que las mujeres no tienen ningún impedimento legal para acceder a estudios o puestos de trabajo, todo está hecho. Pero sin embargo los datos se obstinan en decir lo contrario. Según un reciente informe dirigido por Fátima Anllo Vento que estudia la aplicación de la Ley de Igualdad en el ámbito de la cultura dentro del marco competencial del Ministerio de Cultura y Deporte, solo aproximadamente un 5% de las obras interpretadas por orquestas sinfónicas son de autoría femenina. Y eso a pesar de que, en los últimos años, son tres las mujeres que han obtenido el Premio Nacional de Composición: Elena Mendoza López (2010), María de Alvear Müller (2014) y Teresa Catalán Sánchez (2017). En lo que se refiere a la dirección de orquesta el porcentaje es igualmente desolador, de nuevo un escasísimo 5%. Pero es más, entre los intérpretes, donde cabría imaginar una mayor paridad, el estudio muestra que tan solo el 20% de los solistas son mujeres (sin incluir aquellos casos de solistas líricos cuyo género viene predeterminado por la partitura).
De hecho, ni siquiera en los estudios musicales existe la paridad. Es imposible no ver que especialidades como el jazz, la dirección o la composición –esta última con un porcentaje de mujeres tituladas de aproximadamente un 30%– presentan un claro déficit femenino. Pero lo que más llama la atención es que, en un país donde las mujeres son mayoría en casi todos los estudios superiores y son también la mayoría de quienes inician estudios musicales, en lo que se refiere a las enseñanzas superiores de música apenas superan el cuarenta por ciento. Partiendo de todos estos datos, y añadiendo a ellos el análisis de quiénes son los que ocupan los puestos decisivos en la gestión de la música clásica, las autoras del informe concluyen que estamos en “un campo de exclusión” de la mujer en el que “el poder de legitimación artística es abrumadoramente masculino”.
Indudablemente hemos avanzado, pero no tanto como creemos. La falta de referentes es uno de los grandes problemas, ya que las posibilidades de que una mujer, una niña, que comience sus estudios musicales oiga hablar de compositoras, vea imágenes suyas, o toque, a lo largo de los mismos, obras compuestas por mujeres siguen siendo mínimas. Como son mínimas las posibilidades de que asista a un concierto donde se interpreten obras de autoría femenina o vea a mujeres dirigir una orquesta o tocar instrumentos como, por ejemplo, los timbales o la tuba. ¿Puede extrañar que luego no se sientan tan atraídas hacia la composición, hacia la dirección o hacia determinados instrumentos como los hombres? Y si miramos al profesorado, ¿cómo no ver que sigue habiendo especialidades decididamente “masculinas” y que en los conservatorios superiores las profesoras y catedráticas siguen siendo, aproximadamente, solo un tercio del total de los claustros? ¿Qué mensaje estamos dando a nuestras alumnas?
Han pasado ya veinte años desde que terminé mis estudios de Musicología. Por aquella época éramos solo cuatro personas estudiando la especialidad en el Real Conservatorio Superior de Música de Madrid, todos rondando los treinta. Dos hombres y dos mujeres. Nosotras trabajábamos y estudiábamos. Ellos solo estudiaban. Al terminar, un profesor presentó un proyecto en el que figurábamos todos. Ellos, como Profesores Superiores de Musicología, nosotras como Profesoras de Música. No he olvidado la impotencia que sentí. Ni tampoco la rabia de otras muchas “anécdotas” que solo con el tiempo he aprendido a poner en su contexto porque la época –no tan lejana– hacía que se vieran como normales: profesores (y alguna profesora) que maltrataban psicológicamente a las alumnas (niñas, mujeres) y cuyos alumnos (niños, hombres) siempre eran mejor tratados y sacaban mejores notas; casos cercanos de abuso (sí, de abuso sexual); y comentarios más que impropios que destilaban proteccionismo, objetivación o infantilización. Y lo peor es que, a día de hoy, hablando con alumnas, me encuentro con que las cosas no han cambiado tanto.
Porque lo cierto es que nuestras alumnas actuales siguen sin tener referentes en quienes mirarse y que, aunque se esfuerzan más y obtienen mejores notas, se sienten menos inteligentes, menos capaces y menos talentosas que los chicos. De hecho, según los datos recogidos en mis clases de Coaching para Músicos del CSM “Manuel Castillo”, hasta la mitad de las alumnas sienten que sus mayores problemas son la inseguridad, los miedos, la falta de confianza o la negatividad. Un tipo de cuestiones que preocupa mucho menos a los alumnos quienes, sin embargo, se reconocen más dispersos que ellas. También es llamativo ver cómo un porcentaje muy pequeño del alumnado, pero significativamente todo él masculino, identifica la inteligencia o el talento entre sus cualidades. ¿Añadimos a todo ello que la violencia psicológica y sexual, más habitual en los estudios de música que en otros campos, afecta en un porcentaje mucho mayor a las alumnas que a los alumnos? Los datos, presentados en un artículo al respecto por Basilio Fernández Morante, profesor del CPM de Valencia, muestran que los alumnos varones de los centros musicales superiores tienen un riesgo de sufrir este tipo de violencia superior en un 41% a la media de otros centros mientras que, en el caso de las alumnas, este porcentaje se dispara hasta el 69%.
Concluyo diciendo que seguir negando, como se niega, que en el tema de la igualdad en la música clásica hay todavía mucho por hacer es, cuando menos, poco realista, ya que son muchas las tareas pendientes. ¿Algunas de ellas? Potenciar el equilibrio entre sexos en las distintas especialidades; facilitar referentes femeninos haciendo de la presencia de las mujeres, sus imágenes, sus historias o su música, algo tan habitual como la de los hombres; o concienciar a los centros de la importancia de la gestión emocional de su alumnado y de la necesidad de establecer mecanismos de prevención y detección de posibles casos de violencia y acoso.
Al igual que para muchas jóvenes de los años ochenta la niña de peto vaquero y batuta en mano que nos miraba desde el cartel difundido por el Instituto de la Mujer fue una fuente de inspiración, las jóvenes de ahora merecen que a la inspiración se añada la certeza de un camino en el que ya no tengan que lidiar con más obstáculos que sus homólogos masculinos y que estos se reduzcan, ni más ni menos, a los propios de unos estudios y una carrera ya de por sí muy exigentes.